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[1398] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA DIGNIDAD DE LA FAMILIA LIGADA A LA PATERNIDAD RESPONSABLE

Homilía de la Misa en la explanada de Songa,  Gitega (Burundi), 6 septiembre 1990

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Familias de Burundi,

queridos hermanos y hermanas,

En esta solemne celebración os invito a un encuentro con la sagrada Familia de Nazaret.

1. Familias que formáis el pueblo de Dios en Burundi, me alegra venir a rezar con vosotros en vuestro santuario mariano de Mugera, lugar donde la Iglesia ha echado raíces en vuestra tierra, lugar donde los hijos e hijas de Burundi vienen en gran número a confiar a la Madre de Cristo su fidelidad al Evangelio, su gozo por estar unidos en la fe, y también sus preocupaciones y esperanzas.

En la Virgen de Nazaret descubrís la imagen perfecta de la Iglesia, la Inmaculada que nos ha precedido en la peregrinación de la fe, la Madre que nos socorre y a quien Jesús confió sus discípulos en el momento de realizar su sacrificio redentor.

Familias de Burundi, vengo con vosotros en peregrinación filial ante la Virgen de Nazaret, la Madre de Jesús.

Os agradezco que estéis reunidos aquí conmigo en la oración. Agradezco a vuestro pastor, mons. Joachim Ruhuna, las palabras de acogida que me ha dirigido en nombre vuestro. Yo os doy el saludo cordial del Obispo de Roma. A cada uno desearía manifestarle mi amistad: a los cardenales y a todos los obispos presentes, a las autoridades civiles, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, a los catequistas, a todos los bautizados, así como a nuestros hermanos y hermanas de otras tradiciones espirituales.

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2. Sí, hoy la Iglesia, por medio de las palabras de la liturgia, os invita a un encuentro con la Sagrada Familia. Son palabras breves, pero ricas de contenido.

El Evangelista Lucas nos dice que, cuando Jesús fue hallado en el templo, a la edad de 12 años, “bajó con ellos –con María y José– y vino a Nazaret, y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón. Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (2, 51-52).

Es difícil decir más con menos palabras, pues en este texto se hallan evocadas muchas cosas. Vemos a Jesús, a la edad de doce años, provocar el asombro de los doctores del templo de Jerusalén por la agudeza de su inteligencia planteándoles preguntas y dándoles acertadas respuestas. Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón. Y José, el carpintero, iniciaba poco a poco a Jesús en el trabajo de carpintería, hasta el punto de que Cristo será llamado “el hijo del carpintero” (cfr. Mt 13, 55; Mc 6, 3).

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3. El salmo de la liturgia, al describirnos la vida familiar del Antiguo Testamento, nos invita también a contemplar a la Familia de Nazaret.

Es una vida feliz: en la “casa” vemos al hombre contento de alimentar a su familia por medio del trabajo de sus manos; a la esposa, generosa; a los hijos, en torno a la mesa, con el vigor de los brotes de olivo (cfr. Sal 128 1-3).

Y cuando se escucha este salmo, se comprende que la casa de la familia es, de alguna manera, la casa del Señor; quienes la habitan adoran al Dios vivo, y son bendecidos por él (cfr. Sal 128, 1, 4). La familia vive en la presencia del Señor. Es Él, el Creador, quien les da la vida, quien les permite dar la vida, ver “a los hijos de sus hijos” (cfr. v. 6).

¡Dichosos los que van por los caminos del Señor! (cfr. v. 1).

¡Dichosa la familia unida en la fe y en el amor a Dios, a ejemplo de la familia de Nazaret!

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4. San Pablo nos invita también a unirnos a la Familia de Nazaret, por medio de las palabras de la carta a los Colosenses: “Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro” (3, 12-13).

¡Qué actuales son estas palabras! ¡Qué gran necesidad existe en la vida familiar de todas estas virtudes, sobre todo de las que consisten en estar dispuestos a apoyarse y perdonarse mutuamente! “Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros” (3, 13).

Es verdad que, en Burundi, las familias han sido con frecuencia probadas por el sufrimiento: la dispersión, la salida, incluso la desaparición de sus miembros. Pero, ¿no es en el seno de la familia donde se debe aprender el perdón? ¿No decimos en la oración de cada día: “Perdónanos nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”? (Mt 6, 12; cfr. Lc 11, 4). ¿No es en la familia donde los niños aprenden a vivir la unidad y la solidaridad fundadas en el amor, en la estima y en el respeto mutuo?

Sí, la caridad se edifica por medio de las virtudes de la vida diaria, por medio de la comprensión y la disponibilidad a perdonarse recíprocamente. “El amor es el vínculo de la perfección” (Col 3, 14).

El amor trae también la paz: la paz de Cristo. El amor aprende a ser agradecido por los dones recibidos y a dar a los demás en cambio. A ese amor están llamados los esposos, los padres y los hijos. El Apóstol escribe: “Hijos, obedeced en todo a vuestros padres”; y también: “Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que se vuelvan apocados” (Col 3, 20-21).

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5. Familias de Burundi, acoged la invitación de la liturgia a un encuentro con la Familia de Nazaret, mediante vuestro esfuerzo por llevar una vida según ese modelo.

Las mejores tradiciones de vuestro pueblo van encaminadas en esta dirección. Vuestros antepasados os han transmitido también su respeto al matrimonio, a la fidelidad y a la armonía de la pareja: “la casa es un asunto de dos”. Las grandes cualidades humanas de entendimiento y comprensión coinciden con los valores evangélicos. En efecto, las exigencias del matrimonio cristiano corresponden a lo mejor que hay en el hombre, creado por Dios para la unidad de la pareja.

Pero es verdad que, en la actualidad, se han producido considerables cambios en el modo de vivir y en las relaciones de hombres y mujeres. Los cristianos no deben dejarse arrastrar; más bien, deben reaccionar y aportar un juicio moral iluminado. Pues está en juego la dignidad de la familia y la felicidad de los esposos y de los hijos.

Permaneced fieles también a vuestra tradición de educadores de los hijos, en la que se mantienen en equilibrio la presencia y el papel del padre y de la madre. Vosotros soléis decir: el niño pertenece a la pareja. En una época en que el porvenir no es fácil para los jóvenes, es necesario el sostén afectuoso y confiado de los padres para que crezcan sanos, para que aprendan a ser dueños de sí mismos y a afrontar con valor las pruebas de la vida. Es preciso también que los padres y los hijos no permanezcan cerrados en sí mismos y que no pierdan los tradicionales lazos de solidaridad con sus parientes, con lo que se llama la familia extensa.

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6. En vuestro país, muchos están preocupados por lo que se suele llamar el problema demográfico, el aumento demasiado rápido de la población. Aquí todos tienen su responsabilidad. Ante todo, se trata de hacer todo lo que esté en vuestra mano para lograr que la tierra de Burundi alimente a sus hijos: la agricultura, vuestro principal recurso, debe desarrollarse para que los campos produzcan más y mejor, sin agotar el terreno ni deteriorarlo. La tierra es un don de Dios. Corresponde a toda la nación ofrecer a sus hijos “los frutos de la tierra y del trabajo del hombre”, como decimos, dando gracias, al presentar el pan y el vino en la Misa.

En lo que respecta al problema demográfico, la primera responsabilidad corresponde, naturalmente, a los padres: a ellos toca vivir una paternidad responsable y generosa, acoger a los hijos que deseen y que piensen poder educar. Esto implica, en los esposos, un gran respeto mutuo, un dominio de su vida íntima, un amor que conserve una constante estima de la mujer en su capacidad de ser madre. Precisamente por esto, el dominio de la fecundidad debe seguir siendo profundamente humano, como lo pide la Iglesia al manifestar las sanas exigencias de la moral. Los esposos que llegan a la plenitud de la paternidad responsable son, como sabemos, realmente felices.

La Acción Familiar y los movimientos que están al servicio de la familia, constituyen una ayuda inestimable para que vuestras familias sepan encontrar su equilibrio y afrontar sus responsabilidades, no sólo en el dominio de la paternidad y de la maternidad, sino también en la educación y, finalmente, en todas las responsabilidades que tienen dentro de la sociedad. Pues es verdad que una vida familiar sana y claramente responsable favorece la apertura a los demás y la solidaridad con todos sus hermanos y hermanas en la humanidad.

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7. En la carta a los Colosenses, hemos escuchado también esta consigna: “La palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza; instruíos y amonestaos con toda sabiduría, cantad agradecidos a Dios en vuestros corazones con salmos, himnos y cánticos inspirados” (3, 16).

El amor de Dios enriquece con su presencia a la familia, gracias al sacramento del matrimonio. Acoged este don; hacedlo fructificar con vuestra oración común, con vuestra reflexión y mediante la educación religiosa de vuestros hijos. La familia tiene el deber fundamental de despertar a sus hijos a la fe, hacer que vivan una experiencia cristiana, y darles una cultura cristiana. Vosotros lo decís así: el niño es un campo común entre Dios y los padres. Compartid con vuestros hijos el don de la fe y del amor, que habéis recibido de Dios. Orad juntos, formad juntos la “Iglesia doméstica”, unidad fundamental en el pueblo de Dios.

Invito a los pastores y a los animadores de la pastoral familiar a colaborar cada vez mejor con las familias, a proporcionarles consejos útiles, y a escuchar y acoger las experiencias, los deseos, las preocupaciones de las familias, para construir juntos una Iglesia viva y fecunda, a imagen de la Familia de Jesús, María y José en Nazaret.

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8. Nuestro encuentro con esta Familia de Nazaret tiene lugar en un momento particular: cuando Jesús tiene doce años, en el templo de Jerusalén, durante la fiesta de la Pascua, con María y José. Y parece que se aleja de sus padres, cuando dice a su madre: “¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?” (Lc 2, 49).

¿Estáis dispuestos a escuchar que uno de vuestros hijos os diga: yo quisiera consagrar mi vida a Dios en la Iglesia de Cristo, ser sacerdote, religioso o religiosa? Y, si es ése vuestro deseo, ¿sabéis que la vocación sacerdotal o religiosa, la mayor parte de las veces, tiene su origen en la vida de fe, de esperanza y de amor de una Iglesia doméstica, es decir, de la familia, bien insertada en la gran comunidad de la Iglesia? Padres, para que el Señor pueda llamar a los jóvenes a estar totalmente a su servicio y al servicio de sus hermanos, es preciso que el terreno haya sido preparado por la familia misma.

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9. Queridos jóvenes, hubiera querido dirigirme también a vosotros largamente. Pero creo que, estando presentes aquí junto con vuestras familias, habéis comprendido que muchas de mis palabras os atañen. Pues, poco a poco, vosotros os preparáis a realizar vuestra vocación de esposos y padres, o también, para algunos, a responder a la llamada del Señor para consagrarle toda vuestra vida.

Quisiera manifestaros a cada uno de vosotros mi afecto, y alentaros. Os encontráis en una etapa fundamental de vuestra existencia. Ahora es el tiempo en que habéis de formar vuestra conciencia, madurar una fe personal y descubrir la belleza de una solidaridad activa con vuestros hermanos y el gozo profundo de asumir vuestras responsabilidades en la sociedad y en la Iglesia. Ahora es el tiempo en que debéis aprender a ser dueños de vosotros mismos, a permanecer puros en vuestras relaciones entre muchachos y muchachas, a dar muestras de valor y de tenacidad para adquirir una competencia que será útil no sólo a vosotros mismos sino también a vuestro pueblo.

Os invito, en especial, a participar en las actividades de vuestros movimientos cristianos. Ellos os ayudarán en gran manera a progresar juntos en la fe y los compromisos que la Iglesia espera de vosotros.

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10. Hermanos y hermanas, el encuentro que estamos celebrando con la Familia de Nazaret en esta liturgia, nos invita a abrir nuestro corazón y a colocar sobre el altar toda la vida de las familias de Burundi. Confiad a Jesús, sobre el altar, vuestras penas y esperanzas, vuestras tristezas y alegrías. Él las presentará a su Padre como el don precioso de sus hermanos y hermanas, a quienes ama y salva: hace de ellos miembros de su Cuerpo, les permite llegar a ser hijos de Dios.

Queridos amigos; esposas y esposos; padres e hijos; todas las generaciones: esta Eucaristía quisiera ser un encuentro con la Sagrada Familia, una acción de gracias. Aportemos los dones de nuestros corazones para recibir el don incomparable del Pan de vida.

Eucaristía significa acción de gracias. Por eso el Apóstol nos dice: “Todo cuanto hagáis, de palabra y de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre” (Col 3, 17).

Familias de Burundi, “que la paz de Cristo presida vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados formando un solo Cuerpo” (Col 3, 15). Renovad vuestra aceptación de la gracia del sacramento del matrimonio. Avanzad por los caminos que nos muestra la Familia de Nazaret, la Sagrada Familia.

La paz de Cristo esté siempre con vosotros.

[OR (e. c.), 16.IX.1990, 9 y 10]